La libertad de Jesús para vivir amando, hasta el extremo, no depende de las expectativas de los demás sobre Él. No se deja «seducir» por el clamor del pueblo cuando le aclama triunfalmente a la entrada en Jerusalén, ni tampoco la incomprensión y el abandono de los suyos le lleva a renunciar a sus opciones.
Su libertad no es una libertad que nace de «afuera a adentro», sino que está anclada en el corazón de Dios. Su libertad está «amarrada» al sueño de Dios que quiere: que la ternura, la compasión solidaria, la justicia alcancen a todas las criaturas y que se acabe para siempre el dolor y el llanto.