Niño digno de amor.

01/08/2019

Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén 
y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo". 
Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. 
Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. 
"En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: 
Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel". 
Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, 
los envió a Belén, diciéndoles: "Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje". 
Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. 
Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, 
y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. 
Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.

Evangelio según San Mateo 2,1-12.  

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Comentario del Evangelio

San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), obispo y doctor de la Iglesia
Meditaciones para la octava de la Epifanía, nº 1

Los magos encontraron a una pobre joven con un pobre niño cubierto de pobres mantillas… pero, al entrar en esta gruta, experimentan un gozo que no habían experimentado jamás… el Niño divino se alegra: señal de la satisfacción afectuosa con que acoge las primeras conquistas de su obra redentora. Los santos reyes dirigen seguidamente su mirada a María, la cual no habla; se mantiene en silencio; pero su rostro, que refleja gozo y respira dulzura celestial, da muestras de darles buena acogida y les agradece el hecho de haber sido los primeros en reconocer quien es su Hijo: su soberano Señor… 

Niño digno de amor, te veo en esta gruta acostado sobre la paja, bien pobre y despreciado; pero la fe me enseña que tú eres mi Dios bajado del cielo para mi salvación. Te reconozco como mi soberano Señor y mi Salvador; te proclamo como tal pero no tengo nada para ofrecerte. No tengo el oro del amor puesto que amo las cosas de este mundo; sólo amo mis caprichos en lugar de amarte a ti, infinitamente digno de amor. Tampoco tengo el incienso de la oración porque, por desgracia, he vivido sin pensar en ti. Tampoco tengo la mirra de la mortificación, puesto que, por no haberme abstenido de placeres miserables, he entristecido numerosas veces a tu bondad infinita. ¿Qué puedo ofrecerte, pues? Jesús mío, te ofrezco mi corazón, muy sucio, completamente desprovisto como está: acéptalo y cámbialo, puesto que has venido hasta nosotros para lavar con tu sangre nuestros corazones culpables, y así transformarnos de pecadores en santos. Dame, pues, de este oro, de este incienso, de esta mirra que me falta. Dame el oro de tu santo amor; dame el incienso, el espíritu de oración; dame la mirra, el deseo y las fuerzas para mortificarme en todo lo que no te complace… 

Oh Virgen santa, tú has acogido a los piadosos reyes magos con vivo afecto y les has llenado: dígnate acogerme y consolarme también a mí, que siguiendo su ejemplo, vengo a visitar y ofrecerme a tu Hijo. 

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