Samuel es el que elige y unge a Saúl por rey. Representa por ello el fin de la época de los jueces y principio de la monarquía. Es el primer eslabón en la larga cadena de grandes profetas. Junto a la vocación de profeta hay otras vocaciones o carismas. No hay aptitud humana que no pueda ser integrada en la Iglesia a servicio de los demás.
En la comunidad de Corinto pululaban ideas sincretísticas y entre ellas, se había implantado un pensamiento de separación entre el cuerpo y el alma. Pensaban que, si alma y cuerpo forman un tándem incomunicado, el alma no puede verse contaminada por las faltas del cuerpo. Esta especie de dualismo les llevó, paradójicamente, a entregarse a orgías sin freno, mostrándose escépticos frente a la fe en la resurrección de la carne.
Pablo pretende sacarles de su error: «¿No sabéis que…?» Lo que pretende recordarles como base fundamental sobre la que se debe construir una conducta cristiana es que el cuerpo pertenece al Señor. Si Cristo murió y resucito, quiere decir que su encarnación no pretendía salvar solamente el alma sino también el cuerpo como parte integrante de la persona.
En los evangelios sinópticos es Jesús el que toma la iniciativa y llama: «¡Sígueme!» (Mc 2,14; Mt 9,9; Lc 5,27). En Juan sucede de otra manera. Jesús se siente seguido por unos desconocidos y sorprendido les pregunta: ¿Qué buscáis? Y ellos responden con una contra-pregunta: ¿Maestro, dónde moras? Y se quedaron con él. No reciben inicialmente un programa ni una misión concreta. Se trata únicamente de él, de su persona, de una comunidad de vida para aprender de él. La pregunta «¿dónde moras?» es mucho más que una información sobre una calle y número. Donde vivimos es nuestra casa, el medio en el que podemos estar y vivir.
Con la llamada de los primeros discípulos comienza la formación del nuevo pueblo de Dios en el que todos pueden integrarse como miembros con sólo seguir la voz de la llamada. Unos hombres son sacados de las faenas de la vida ordinaria para encomendarles otra misión mucho más alta, más “social” y más espiritual. ¿Qué buscáis?», preguntó el Maestro. Buscar es una ocupación primordial en la actividad humana. El tema de la búsqueda de Jesús y de la permanencia en él se repite insistentemente en el Evangelio, principalmente en el de Juan. El hombre es un buscador y el que logra encontrar a Dios ha hecho el gran descubrimiento de su vida.
La hora del encuentro señala como un cambio de rasante desde donde se avista un nuevo mundo: es una hora-punta, un momento-estelar que merece ser consignado, como lo hace Juan. Dios ha querido asociarse colaboradores en su obra para que la obra divina de la redención sea también humana. Hombres llamados a experimentar la intimidad con Dios y a comunicar a los demás su hallazgo.
Una sola vez, Señor, que te encuentre, una sola vez, Señor, que fijes tu mirada en mí y yo me dé cuenta. No importa el lugar ni la hora, para mí será la hora decisiva.