Ser científico tiene la ventaja de que las razones biológicas, especialmente genéticas, que demuestran cuándo comienza la vida humana, son accesibles. El resto, la inmensa mayoría, como decía Julián Marías en La cuestión del aborto, “las admiten «por fe»; se entiende, por fe en la ciencia”. Pero siempre hay espacio para que el científico se asombre y se maraville como simple “espectador” de lo que acontece en esa etapa que transcurre desde la concepción hasta el nacimiento. Ese privilegio lo tienen los científicos del Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir, a cuyas dotes didácticas se unen también las “poéticas” para describir El milagro de la vida.
Comienzo del milagro de la vida
Todo comienza con la unión de los gametos masculino y femenino, dando lugar a un proceso biológico impresionante, que comienza con una sola célula, “una innovación radical de la realidad” (Julián Marías) y cuyo potencial es sorprendente. El programa de desarrollo contenido en su dotación genética es un auténtico prodigio, desplegándose como un complejísimo manual de instrucciones. La célula inicial, el cigoto, contiene toda la información para desarrollar un sofisticado programa de diferenciación, perfectamente ordenado, progresivo, de complejidad creciente, y que evoluciona sin interrupción camino del nacimiento, de la edad adulta y de la muerte.
Las células embrionarias se dividen y especializan progresivamente a medida que el embrión emprende su primer viaje a través de las trompas de Falopio de su madre. No lo hace solo, sino que progresa en cada etapa ayudado por ella gracias a que envía sustancias químicas como respuesta a las que primeramente segrega el embrión a modo de “señales” que avisan de su presencia. Un singular diálogo maternofilial de reconocimiento mutuo, preparatorio del lugar en el que anidará definitivamente, pues con ello se evita la posible respuesta inmune de la madre hacia su hijo, al ser genéticamente distinto a ella.
Su hijo no es su enemigo
Como lo son las bacterias, virus, hongos, tumores o incluso tejidos trasplantados de donantes que pueden generar rechazo. El sistema inmune de la madre sigue protegiéndola a la vez que respeta algo que, siendo completamente distinto a ella, reconoce valioso: su propio hijo. El viaje llega a su fin cuando el embrión (llamado entonces blastocisto) llega al endometrio uterino, que se habrá dispuesto o no para acogerlo. En ocasiones por causas naturales no está en condiciones, otras veces, provocadas. La píldora del día después tiene esa misión: lograr un lugar inhóspito para albergar la vida. El frágil e indefenso embrión no tendrá ninguna opción de ser acogido y pasará de largo precipitándose a una muerte segura.
La propia naturaleza
Opera ese “cortejo” entre madre e hijo que discurre completamente ajeno a la voluntad de la madre, del que, sin embargo, puede renegar… ¡Es mi cuerpo, mi útero, luego es mi decisión! No es cierto. Su cuerpo y su útero están diseñados asombrosamente para acoger, para proteger el cuerpo de su hijo… pero, a pesar de ello, sí es su decisión.
La OMS
No define el embarazo hasta que el embrión se implante en el útero. ¿Qué mensaje transmite? Es obvio que con ello genera una falsa impresión respecto a cuándo comienza la vida y su responsabilidad es ineludible “aligerando conciencias” respecto al uso desaprensivo de medicamentos abortivos como la “píldora del día después”. Nunca se podrá saber si ha habido o no concepción, luego todos los abortos por este método no aparecen nunca en las estadísticas.
Han sido múltiples los intentos por negar, desfigurar, minusvalorar… el milagro de la vida que se desarrolla ocultamente en el vientre materno. Lo que jamás se ha pretendido cuestionar en cualquier otra especie se ha pretendido con el ser humano: definir un cambio de naturaleza en la evolución del embrión en sus etapas iniciales denegándole su identidad humana como “por decreto”. El término preembrión se propuso en los años ochenta, tras la aparición de la fecundación in vitro.
El aborto
El útero en el vientre materno debería proporcionar la mejor protección y seguridad al no nacido. Esto hoy no se sostiene. De 252 millones de embarazos al año en el mundo, el 29%, 73 millones de seres humanos, no verán la luz (OMS). Son 2,35 los abortos por segundo. Estos datos estimados, y los que no se pueden ni contar, como los resultantes de la “píldora del día después”, revelan que el aborto es (con mucha distancia respecto a las demás) la principal causa de muerte de la humanidad, lo que ha llevado a que la Asociación Internacional de Médicos Católicos (FIAMC) afirme que “el útero se ha convertido en el lugar más peligroso para la vida humana”.
Otra derivación social de la fecundación in vitro es la maternidad subrogada. Últimamente ha tenido mucha repercusión por la “maternidad” de Ana Obregón. Ha habido mucho debate en los medios, pero parece que “ojos que no ven, corazón que no siente”, casi todos se olvidan o ni siquiera les consta que, para generar esa vida, otras se han destruido o esperan congeladas el mismo destino.
La Iglesia
Es firme en considerar que es moralmente inaceptable la sola fecundación in vitro, sea cual sea su derivación, porque se manipulan y se descartan vidas de seres humanos. Esto debería servir para cualquiera, sean cuales sean sus creencias religiosas, o la ausencia de ellas. Seres humanos, a quienes Dios ha insuflado el alma. Igual quien tiene ese deseo antes de morir, no sabe exactamente lo que conlleva la fecundación in vitro, o sabiéndolo, no puede ver con “claridad” lo que entonces verá… “porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido” (1 Corintios 13, 12).
Como he sido conocido por Dios como Su proyecto desde antes de ser concebido: “Antes de que yo te formara en el vientre de tu madre, ya te conocía» (Jr 1, 5). No puede expresarse mejor la dignidad que otorga Dios a cada ser humano concebido, sea en el vientre materno, o sea en un laboratorio, sea querido, o sea descartado: “Aunque olvide ella [la madre] yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo grabado” (Is 49, 15-16). En nuestra época, más que nunca, estas palabras resuenan cada segundo…
Fuente: religionenlibertad