El esplendor y el ardor divino no me calcina, sino que me templa, me purifica, me sublima y me dilata el corazón, hasta el punto de que quisiera estrechar, entre mis pequeños brazos humanos, a todas las criaturas, para llevarlas a Dios.
Y quisiera hacerme alimento espiritual para mis hermanos que tienen hambre y sed de verdad y Dios; quisiera vestir de Dios a los desnudos, dar la luz de Dios a los ciegos y a los ansiosos de más luz, y abrir los corazones a las innumerables miserias humanas y hacerme siervo de los siervos distribuyendo mi vida entre los más indigentes y desamparados; quisiera convertirme en el necio de Cristo y vivir y morir de la necedad de la caridad, ¡por mis hermanos!
¡Amar siempre y dar la vida cantando al Amor! ¡Despojarme de todo! Sembrar la caridad a lo largo de todos los senderos; sembrar a Dios de todos los modos, en todos los surcos; abismarme siempre infinitamente y volar siempre más alto infinitamente, cantando a Jesús y a la Santa Virgen y no detenerme nunca.
Hacer que los surcos lleguen a estar luminosos de Dios; convertirme en un hombre bueno entre mis hermanos; bajar, extender siempre las manos y el corazón para recoger peligrosas debilidades y miserias y ponerlas sobre el altar, para que en Dios se conviertan en la fuerza de Dios y en grandeza de Dios. Jesús ha muerto con los brazos abiertos. Es Dios quien ha bajado y se ha inmolado, con los brazos abiertos. ¡Caridad! ¡Quiero cantar a la caridad!