Únicamente quedaron dos, la miseria y la misericordia, pues dice:
«Y quedó solo Jesús, y la mujer».
Yo creo que aquella mujer se quedó aterrada,
porque esperaba ser castigada por Aquél
en quien no se podía encontrar culpa alguna.
Mas Aquél que había rechazado a sus adversarios
con la lengua de la justicia,
levantando hacia ella sus ojos de mansedumbre, le preguntó:
«¿ninguno te ha condenado?»
Dijo ella: «ninguno, Señor».
Hemos oído antes la voz de la justicia;
oigamos ahora la voz de la mansedumbre:
«Yo tampoco te condenaré».
¿Qué es esto, Señor? ¿Fomentas los pecados?
No, en verdad. Véase lo que sigue:
«Vete, y no peques ya más».
Luego el Señor condenó, pero el pecado, no al hombre.
Porque si hubiese sido fomentador del pecado, hubiese dicho:
«vete, y vive como quieras;
tranquila que yo te libraré del castigo y aún del infierno,
aun cuando peques mucho».
Pero no dijo esto.
Fíjense los que desean la mansedumbre en el Señor,
y teman la fuerza de la verdad,
porque el Señor es a la vez dulce y recto.
(San Agustín)